Para muchos escribir es un
dolor de cabeza, un trámite; para otros es vivir, gozar; es reinventarse,
parir, encontrarse o renovarse.
¿Qué es el escritor?, se pregunta José Luis Sampedro, sino un
albañil de sueños, un constructor de castillos en el aire con millares de
palabras. Los materiales pueden hallarse en cualquier parte. Los proporciona
la gente, las lecturas, los cuadros, los espectáculos y por supuesto el
propio mundo interior.
Para
Fernando Savater, cada palabra es sentido y sonido. A través de las
caprichosas semejanzas del sonido, los sentidos se hacen guiños entre sí y
superponen nuevas capas sonrientes de significado al entramado ya conocido.
Es como si la lengua se sacase de la lengua a sí misma, pero para entenderse
mejor.
En cambio Francisco Umbral
sostiene que se puede escribir con whisky o sin whisky. A máquina o a mano
(los malos autores lo hacen con computadora). Se puede escribir siempre, si
se es escritor, como el pianista puede tocar siempre. Nietzsche, Wittgestein,
los estructuralistas, etc. han dejado claro que sólo existe la palabra,
incluso para la filosofía. El lenguaje habla por nosotros, todo lo hace la
palabra escrita.
Y es
verdad, cada persona tiene un estilo, hábitos y circunstancias que lo orillan
a escribir. Sin embargo, a quienes les gusta escribir saben que existen
ciertas condiciones para ello: una motivación o propósito, unas
circunstancias, unos procedimientos y una técnica. José Luis Martínez, en su
libro Problemas
literarios, señala cuatro características que deben estar
presentes en un escrito: Naturalidad, técnica, estilo y visión del mundo.
Qué es el
lenguaje, sino una desierta creación intelectual, señala José Luis Martínez.
La fuerza que lo crea, lo mantiene y lo renueva es una humedad espiritual que
hincha y transmuta los secos moldes de las palabras para comunicarles aquella
vida que el escritor pueda destinarles. Así como el jardín solicita abonos y
humedad, tierra, aire, cultivo, el espíritu también los requiere. Y la
técnica es la natural disposición de la tierra o de la lengua para que pueda
recibir su legado: la rosa en el jardín, el poema, la novela o el cuento en
la literatura.
Los más
elementales movimientos y ritmos humanos se reflejan en las estructuras
mentales, que vienen a ser como otros cuerpos gemelos viviendo una vida
semejante a la que reproducen. Esto significa que todo escritor debe aprender
que las esencias de toda comunicación literaria repite la mecánica de la
vida: nacimiento, ascensión, la caída y el descenso cumplido. En suma, dice
José Luis Martínez, aprendemos las esencias del arte en cuanto sus estructuras
repiten los movimientos y los ritmos con que se mueve la vida misma del
hombre y de todas las criaturas de la tierra.
Este
respeto por los movimientos y ritmos de la vida es lo que proporciona una de
las virtudes más grandes del escritor: la naturalidad. Naturalidad es la
expresión conformada de acuerdo con lo natural y lo poseído en común, pero
muchas personas que han decidido a tomar la pluma, sentencia Martínez, han
perdido esa aptitud original. Una represión extraña les impide escribir como
hablan. Por ello los escritores no tienen porque contradecir la naturaleza,
sino reproducirla de acuerdo a su armonía y su mesura.
En este
sentido, los escritores no deben menospreciar la técnica, cuya misión, además
de devolverlos a la proporción y a la armonía, les
reenseña la original arquitectura de las formas naturales que han olvidado.
Técnica es la reducción a la lógica y a la naturaleza, la estructura acordada
a las formas mentales y el aprovechamiento artificioso de los recursos del
lenguaje y de las reacciones de la sensibilidad.
No
confundir naturalidad con estilo, pues este último es el espíritu de esos
escritos –y no su esqueleto lógico-, es la humedad espiritual que el autor
les ha comunicado. Estilo, de acuerdo a Torres Bodet, es la cualidad
inviolable y la proyección de la personalidad humana. El estilo nada tiene en
común con la gramática ni en la aplicación de unas reglas ni en la reducción
de un producto literario a cierto mecanismo acordado por los gramáticos, en
complicidad con los modelos lingüísticos; es en cambio cuanto vence y burla
esos preceptos. No obstante, estima José Luis Martínez, estilo y técnica, a
pesar de las diferencias que las separan, precisa un acuerdo que las una, tal
el que reina entre los huesos y el alma de un cuerpo.
En cuanto
a la visión del mundo, toda obra lleva implícita una visión peculiar e
intransferible del mundo, una especial atención para ciertos aspectos y unos
modos especiales de enfoque y de traducción conceptual, de esos aspectos
seleccionados. Y cada una de estas visiones, manifiesta José Luis Martínez,
lleva implícita su propia fisiología respiratoria y su propia organización
interna. Es decir, cada visión del mundo exige una técnica propia y, cuando
el escritor logra expresarla, su creación se nos presenta como una obra
maestra.
En Marcel
Proust, por ejemplo, su preocupación por la captura y la eternización del
tiempo puro, se traduce con invisible maestría en sus frases movidas por esa
ansia que se alarga, traza cálidos
golfos, sigue largas sinuosidades. Aldoux Huxley posee una visión del mundo
como la de un laberinto en que las soledades de los hombres y su entera
impotencia para con el mundo y sus nociones se develan ignoradas entre
sombras, pero trazando con su ceguera un concierto en el que cumplen sin
saberlo sus destinadas partituras.
José Luis
Sampedro, en su Vieja Sirena, juega
con el lenguaje de acuerdo a los entramados emocionales, de tal forma que no
encontramos ninguna puntuación en tres páginas, sin que ello afecte los
ritmos, la gramática o la respiración.
En la
visión del mundo está, obviamente implícita la misión del escritor y de las
letras.
Para José
Luis Martínez, las letras nos revelan el secreto de nuestro corazón y el de
la naturaleza y nos enseñan a conocer mejor los caminos y los litorales de
nuestros pensamientos y nuestros sueños; su tela es sustancia de nuestra
alma.
El
escritor, depositario y agente de estas grandes misiones de las letras, es no
solo la gala de su tiempo, sino su conciencia activa. Él es la antena invisible
que recoge el eco del pasado, el pulso del presente y avizora aún, las prefiguraciones del porvenir. Todos los
grandes movimientos espirituales de la humanidad, todas las grandes
conmociones y crisis, indica José Luis Martínez, han nacido de esa conciencia
activa, creadora de pasiones y sentimientos, espejo y molde de nuestras
almas.
Stephan
Spender refiere que los poetas comienzan a ver claramente la tarea que les
espera: expresar lo que sienten en su alma los millares y millares de hombres
que viven con ellos en estos tiempos apocalípticos. Por ello, la más grande
tarea que queda por hacer, después de la poesía de la desesperación, habrá
que escribir la poesía de la esperanza. Denis Rougemont, por su parte, habla
de otra misión del escritor: La de conservar la pureza del lenguaje. El verbo
es el vehículo de las ideas y las creencias, el órgano de comunicación con
nuestros semejantes y nuestro rastro en la eternidad.
Resumiendo,
la misión del escritor, es entonces, dar a cada uno de los conceptos que nos
mueven, tan acusado y nítido dibujo, tan cristalina transparencia, que
denuncien con lealtad la sustancia que transportan. El destino del escritor,
prescribe José Luis Martínez, es el de ser un integrador y enriquecedor de la
personalidad del hombre, conciencia activa de la época, testimonio
extremadamente sensible de las peripecias del espíritu y orientador
incansable de sus pasos.
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